Claudia Chamudis
Un cuarto propio
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PAPEL
Papá llegó ese sábado de la inmobiliaria con la cara hecha una juguetería. Hizo tintinear el juego de llaves de la nueva casa delante de nuestras narices. Tomamos un colectivo y desde ahí caminamos hasta un portón de madera con el frente recién pintado.
Esta casa sí que está buena. Nada que ver con el departamentito al fondo del pasillo en el que pasamos los últimos años. Como ya estamos cancheros en esto de las mudanzas, fuimos consiguiendo cajas en el súper y en pocos días pudimos meter toda nuestra vida en el camión. Mamá me hizo dejar mi colección de piedras de Córdoba porque dijo que ya estaba cansada de trasladar porquerías.
Ahora tenemos una cocina con muebles relucientes, un comedor enorme y, por primera vez en la vida, una habitación sólo para mí. Mi hermana eligió la del fondo y mis dos hermanos armaron la suya en el garaje, total no tenemos auto.
Mi pieza es perfecta. Chiquita, sí, pero mía.
A mi hermana le llevó semanas acomodar su dormitorio. Ahora está en la onda rosada, así que se dedicó a forrar cada uno de los libros de su biblioteca con papel afiche. Para el cumpleaños le pidió a la abuela un cubrecamas con florcitas y una cortina de vual, que es como un tul finito. Todo rosado. Me asomo por la puerta y me dan ganas de vomitar.
Yo enseguida armé el mío: la cama y una máquina de coser que mamá no usa más así que ahora es mi escritorio. En mi habitación no hay placard pero no me importa. Mis hermanos llenaron su pieza con pósters de autos deportivos y unas motos horribles. Y además comparten. Yo no.
Mamá dice leé a Virginia Woolf porque ella dice que para escribir las mujeres deben tener un cuarto propio.
Yo ya no sé si quiero ser escritora.
A veces me parece que podría ser actriz porque cada vez que nos mudamos es como que yo cambio de rol. En esta casa me siento más importante, más fina. Cada vez que salgo a hacer los mandados me peino, me ato bien los cordones de las zapatillas y represento un papel de chica bien.
Estamos felices acá, con todos los servicios y cerca del centro y de la escuela, aunque en el fondo me parece que no nos merecemos una casa así. Mamá dice que es una locura lo que estamos pagando, que casi todas las horas que trabaja son para el alquiler. Yo la escuché a mi tía en el cumpleaños de mi abuela. No puedo asegurar que hablara de nosotros pero decía que algunos quieren cagar más alto que el culo.
No le echo la culpa de lo que pasó a mi hermana. Acá los mosquitos en verano son insoportables, porque el césped está crecido y no tenemos máquina para cortarlo. Yo no pongo espiral, me hace mal a la respiración, que si no también hubiera prendido uno. Ella no se dio cuenta de que el vuelo del cubrecama iba a tocar la punta encendida del espiral. Me despertó a la madrugada. Sentí que me sacudía el hombro y me decía: hay mucho humo en mi habitación. Cuando miré había más que humo: el colchón ya se había prendido fuego y las llamaradas llegaban hasta mi pieza. Corrimos a despertarlos a mamá y a papá, que dormían con la puerta cerrada. ¡Fuego!, grité y seguí corriendo para el cuarto de mis hermanos.
Cuando estuvimos los seis en la vereda el humo ya inundaba toda la casa. Mamá trajo la guía y el teléfono y me dijo: llamá a los bomberos. Los dos volvieron a entrar llenando baldes de agua de la cocina.
Di vueltas a la guía con las manos que me temblaban pero no podía encontrar el puto número. La B de Bomberos, la E de Estación de bomberos… Mi hermano mayor, el tranquilo, me sacó la guía de las manos y se fue directo a las primeras páginas: números de emergencia.
No habrán pasado ni cinco minutos, que me parecieron horas, cuando llegó el camión rojo, haciendo sonar las sirenas. Varios vecinos salieron a ver qué pasaba pero ninguno se acercó. No llevamos tanto tiempo en el barrio como para que sepan nuestro apellido.
Los bomberos conectaron la manguera del camión y entraron a la casa. Al rato salió uno trayendo a papá, que tenía la cara tiznada y las manos hinchadas. Papá se quedó sentado en el cordón de la vereda. Mi hermanito más chico lloraba upa de mamá. Los otros tres mirábamos todo como si la escena fuera una película de los sábados a la noche: un poco de aventuras, un poco de miedo.
Al rato apareció otro bombero con la gata, que se había quedado escondida en el baño. Mi hermana la abrazó. Qué suerte, qué suerte, decía y la besaba. Eso sí que no hubiera tenido remedio. Una vez que se fue el camión y el humo se disipó, entramos a ver los daños.
El fuego tiñó todo de negro. Los bomberos cortaron la luz por seguridad. Los seis nos sentamos en el comedor, a oscuras. Mi hermanito por fin se quedó dormido. Mi hermana no quería soltar la gata. Papá dijo que cuando se le deshinche la mano va a hacer arreglar el anillo que le cortaron los bomberos con una pinza. Hay que hacer de nuevo el revoque de la habitación de mi hermana, cambiar la puerta que separa su cuarto del mío y pintar la casa completa. Mamá está preocupada porque dice que algo así nos baja la calificación como inquilinos, así que se ponen a discutir con papá si habría que avisarle a la inmobiliaria o hacernos los sota y pintar todo sin que se den cuenta.
Me acordé de mi tía. Me imaginé lo que va a decir cuando le tengamos que pedir prestada plata a toda la familia para los arreglos. Recién ahí me agarraron las ganas de llorar.