Matías Luchetta
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Saco mi celular y llamo a mamá. No atiende. Es un día soleado y no hace tanto frío. Me siento en los escalones de la entrada del hospital. Entré en invierno y hoy es primavera, pienso. Busco en el bolsillo uno de los cigarrillos que le compré a Zulma. Que te vaya bien, Torito, me dijo, cuidate. Zulma nunca me fió. Siempre pedí y pagué con lo justo. No le convido nada a los locos, ni puchos ni yerba porque si no tengo que andar repartiendo por todo el hospital y ahí sí me voy a quedar sin plata. Me parece que por eso, por no deberle o por no molestarla tanto, Zulma salió del mostrador y me dio un beso.
Sobre la calle Paracas alquilan habitaciones por noche. Es uno de los lugares a los que se puede ir porque aceptan locos. La dueña era jefa de enfermería en uno de los servicios del hospital. Enseguida se da cuenta cuando trata con uno de nosotros. Se nos nota en la cara el hospicio. Mamá no quiere que vuelva a casa. Todavía no, me dijo. Yo la entiendo, aunque tampoco estuve mejor yendo a los consultorios externos, eh. Y el psiquiatra me da un montón de Halopidol y Clonazepam que me ponen estúpido y me dan temblores. Tal vez sea así y mamá tenga razón. Tal vez tenga que quedarme un tiempo solo y curtirme. Hacer la cama, cocinarme, hablar con la gente y crecer. Plata tengo, me la dio ella. Seguro me está poniendo a prueba.
La dueña me recibe en la entrada. Ni hola me dice. ¿Cuántas noches te quedas?, pregunta. Son solo habitaciones compartidas, cocina compartida y baño común. Trescientos pesos la noche. Hay espacio en la de seis. Si hacés quilombo, te vas. Me mira fijo, como escanéandome. Bueno, le digo. Intento mantener la calma, pero ella está muy acelerada y habla muy rápido. Me lleva a una habitación del primer piso, por una escalera color celeste que está en el patio de la casa. El patio es el pulmón del lugar. Desde ahí levanté la cabeza y vi las puertas de todas las habitaciones. Hay algunas personas que se asoman por la baranda y fuman y me miran. El piso tiene baldosas bastante gastadas con formas de rombos marrones y negras. Las paredes están muy húmedas y en las partes donde algunos pedazos se cayeron, pintaron encima. También hay helechos que crecen entre las rajaduras del cemento. Se escucha cumbia. La dueña pasa dos habitaciones y entra en la tercera. Me señala una cama con una frazada amarilla tirando a blanca. Ahí, me dice. Acomodate.
Me acerco a la cama y dejo el bolso. Saco el celular, un cómic del Eternauta que me regalaron en el servicio, un cuaderno, un cubilete con dados, una bolsa con shampoo, jabón y cepillo, cartas y la ropa. Llamo a mamá para decirle que encontré lugar. No atiende.
Hay solo una persona en la pieza. Es un viejo que está en la última cama contra la pared. Duerme y tiene un cenicero al lado, lleno de colillas. No ronca. Lo tengo visto del hospital, me lo crucé un par de veces por los jardines, si mal no recuerdo. Seguro es un externo que está en el pasaje hacia su casa. Como yo. Me tiro en la cama y agarro el Eternauta. Cuando me voy a poner a leer entra la dueña y me pregunta si está todo bien. Le digo que sí y me vuelve a preguntar cuántas noches me quedo. No sé, le digo, ¿te puedo ir pagando por noche? Refunfuña un poco pero me dice que sí. Dos anticipadas, me dice. Arreglamos ahora y bajá a anotarte en el registro. Bajo con ella y anoto mi nombre, DNI y el número de contacto de mamá. Le pago seiscientos pesos que agarra y los mete en su bolsillo de adelante del delantal. Gracias, me dice. En la cocina hay pan que hizo mi marido. Y tortas fritas. Agarrá, si querés. Gracias, le digo.
La cocina está en planta baja y se ve el patio desde ahí. Está todo ubicado como en un cuadrado. Un cuadrado de dos pisos. Es bastante simple el edificio, antiguo también. Me gusta. El mate está caliente y saco otro de los cigarrillos que le compré a Zulma. Hay una radio en la cocina y la prendo, pongo el volumen bajo por si alguien está durmiendo, como el viejo en la pieza. Tomo unos mates más y veo que la dueña baja las escaleras y se acerca a la cocina. Dejaste todas tus cosas arriba de la cama. Sí. No hagas eso. Guardalas en el cajón de al lado. No es seguro, alguien puede pasar y llevárselas. Te doy la llave del candando. Guardalas ahí y no pierdas la llave. Bueno.
Apuro el último mate y voy a la habitación. El viejo sigue durmiendo, de cara contra la pared. Agarro, de arriba de la cama, el cubilete con dados y tiro arriba del cajón. Casi full. Junto las cosas que me quedan, las guardo y pongo el candado. El cubilete lo dejo. Alguien golpea la puerta y, cuando me doy vuelta, hay un hombre grandote, morocho, en musculosa blanca, que me mira. Tiene el antebrazo apoyado contra el marco de la puerta. Se toca el pelo por arriba de la oreja y me sonríe.
—Hola, ¿sos nuevo?
—Sí.
—Bienvenido.
—Hoy voy a hacer ñoquis para la cena. Si querés comer, son cincuenta pesos.
—Gracias, le digo.
Me clava una última mirada, da media vuelta y se va. Yo me quedo en cuclillas, frente al cajón. Justo me vio guardando mis cosas y ya sabe dónde las tengo. Tranquilo, Torito, no pasa nada, no empieces. Guardo la llave en el bolsillo de atrás del pantalón y dejo la habitación.
Salgo a Paracas y el sol me pega directo en la cara. Camino hasta la esquina y doblo hasta Ramón Carrillo. Cruzo la avenida y paso la seguridad del hospital. Dos gordos sentados que no hacen nada me ven pasar a los tumbos. Entro al pabellón central dejando algunas caras que me miran. Llego a las escaleras que van al subsuelo. Paro. Me tranquilizo, intento regular la respiración y me tomo unos segundos antes de bajar, como a punto de entrar a una ceremonia. Erguido, respiro hondo. A medida que voy llegando a la cantina veo las mesas, las sillas, unos ceniceros y algunos locos sentados mirando televisión. Y Zulma, atrás del mostrador, vende cigarrillos.