Oscar Bustamante
Lo huésped
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Oscar
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PAPEL
Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizá te envidio, querida mía
Rodolfo Walsh
Que todo lo que existe dejará de hacerlo es un dato inevitable; que lo humano consiste en combatir contra ese olvido, también.
No sé por qué comienzo con esto, pero si de algo valiera la aclaración, lo hago pensando en mi hija, mientras miro este departamento, o más bien este pequeño pedazo de pared entre el ropero empotrado y la puerta, el lienzo en que con grafito marcamos su crecimiento.
Veo la primera marca. Tiene que haber sido con ella sentada, justo al lado de donde ahora descansa este tacho de látex blanco.
Recuerdo cuando entramos por primera vez con su madre. Quizás tenían en la inmobiliaria un listado con las mejores horas para visitar cada lugar. Probablemente no. Pero fue la hora justa en que el sol caía desde el sudoeste sobre las paredes de enduido fresco. Blanco, luz, aire, cansancio y lo avanzado del embarazo. Una visión beatífica.
La tapa del látex está pegada, y la caja de herramientas quedó en el baúl del auto. Trato sin éxito de usar las uñas, que se ponen blancas y se pliegan sobre sí mismas. Salgo al pasillo y llamo al ascensor.
¿Cuántas veces habré hecho este mismo recorrido? ¿Cuatro veces por día, quizás seis los fines de semana o cuando recibíamos visitas, durante seis años? ¿Qué da eso, ocho mil y pico, nueve mil veces? ¿Importa?
No, el número no. Pero es la primera vez, en ocho o nueve mil, que recuerdo la mudanza, levantar los brazos para tocar el entramado del techo del ascensor, rogar que la cama y la heladera entren para no tener que subir seis pisos por escalera. Y más adelante, la cantidad de cajas apilables, de bolsas de supermercado llenas acumuladas en el suelo. El ancho y el largo del cochecito.
Entro a ese espacio de penumbra y humedad que es la cochera. Una cueva donde guardamos algunos autos, camionetas y motos siguiendo designios marcados en el suelo. Como en el departamento guardamos cosas y personas. Las primeras se quedan quietas, las segundas no. En todo caso, la cochera y el departamento cumplen la misma función: escondernos del paso del tiempo, guardarnos de manera segura. Arrancarnos de la lluvia y de la intemperie.
Vuelvo con el destornillador en la mano. Mientras espero el ascensor junto a la pared azul con sus manchas de humedad se me ocurre dejar una marca. Seis años en el edificio me enseñan que acá nadie va a pintar arriba. Pienso en un ouroboros pero me decido por otro símbolo negador del paso del tiempo. Garabateo una P con una V debajo, como envolviéndola con sus brazos extendidos.
Sentado de nuevo al lado del látex, abro la lata con la cabeza plana del destornillador, y dejo la tapa sobre el papel de diario. Veo las otras marcas del crecimiento de mi hija y sus fechas. Desde la primera hasta donde se detienen.
¿Por qué marcábamos esa pared incluso cuando dormía en el moisés en nuestra habitación? Nunca lo hablamos con su madre. Ahora creo que era una forma de que se apropiara del espacio. Suena ridículo a la distancia, ¿apropiarse de qué? Si eso no era nuestro. Si a este departamento lo tengo que pintar, precisamente, porque no nos pertenece, como atestiguarán quienes lo habiten en unas semanas y marquen sus propias paredes. Pero ser padres es eso, el oficio de ofrecer cosas que no se tienen y certezas que no te convencen. Creo que lo hicimos bien. Creo que lo hicimos bien durante todo el tiempo que fue necesario. ¿Qué fue eso eso sino sostenerle la mano en la clínica?
Voy a fumar al balcón. Abro la puerta ventana con cuidado, como cuando lo hacía a escondidas para no despertarlas. Un gesto ridículo en la soledad del departamento vacío, mientras veo los edificios de enfrente y el cigarrillo ya está encendido. No sé cuándo pasó. Caigo en cuenta porque estoy pensando que quiero prender uno mientras el humo me abrasa la garganta. Eso es la adicción. Un agujero que los comportamientos rutinarios, ya mecánicos del cuerpo, no llenan. Eso son la adicción y este departamento.
Tirar las colillas desde acá siempre tuvo algo de deporte. Calcular el viento, la inclinación de la mano, la tensión justa del índice con el pulgar para que la presión, al momento de soltar ese gatillo improvisado, sea la suficiente. Apuntar siempre al mismo lugar, entre los autos, esperando que no venga nadie. Es posible negarse a las reglas más básicas de convivencia sin por eso abandonar las preocupaciones por el bienestar ajeno. Pretendo, apenas, que nadie me vea.
Vuelvo y agarro la lata abierta. El péndulo que describe mientras camino salpica hilos finos sobre los mosaicos del suelo y los costados de mi pantalón. Manchando sus propios bordes con gotas gruesas que se deslizan muy lento mientras dejan su recorrido marcado, mientras dibujan líneas tan arbitrarias como definitivas.
Está decidido. Yo no voy a pintar nada.
Que manden cartas documento, que llamen hasta que el celular se caliente y les queme el oído.
Bajo de este ascensor por última vez en dirección a la cochera, a mi izquierda el PV marcado en la pared azul. La P de padre, pienso. Y sonrío, y no hace falta contar como si fueran días o viajes o cigarrillos, esto sí es algo que no pasaba hace mucho.