Paz Schechtel
Las bolsas
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Paz
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PAPEL
Los zapatos lustrados del hombre se enterraron en el pedregullo que separaba la casa de la calle. Avanzó hasta la entrada, ignoró el timbre que, gris y redondo, sobresalía de la pared y abrió la puerta de una patada. La chapa chirrió y se desprendió un poco del dintel, debajo del cual divisamos su figura esbelta, enfundada en un traje negro y fino –seguramente caro–.
¡Orden de desalojo!, gritó. Y entró, mientras nos dejaba ver unas bolsas de arpillera marrones que se alargaban de sus manos, como ríos. Mamá, que en ese momento horneaba un pollo, tiró el bastón al suelo. Se escuchó el ruido de la madera al golpear contra la heladera blanca. Miré una arañita que había en una mancha de óxido, en el borde.
Habíamos desparramado los juguetes en el piso y armábamos un castillo con ladrillitos. ¡Guarden sus cinco porquerías acá y salgan!, nos dijo, tirándonos las bolsas en la cara. Yo agarré una y guardé mi pelota y las zapatillas que hacía un rato me había sacado. Pero enseguida me di cuenta de que podía llevármelas puestas y así dejar lugar para guardar otras cosas, como los juguetes de Helena. Saqué también la pelota y dije que la patearía hasta donde fuese que tuviéramos que ir.
Mamá levantó el bastón y llegó hasta el sillón en donde estaba sentado el hombre. Había sacado el celular y miraba la pantalla, moviendo el pulgar, como si nada. Es un error, dijo ella, mi esposo paga el alquiler todos los meses. Cuando venga de trabajar…
Pero él la interrumpió y dijo: ustedes son unos perros que no valen nada. Mamá tenía los ojos vidriosos y se mordía los labios. El hombre dijo: ¡diez minutos! y salió.
El pollo silbaba en la asadera cuadrada. Apagué el horno. La casa era chica. El lugar en donde estábamos y una habitación. Helena se prendió de la pollera de mamá que abría y cerraba los cajones del aparador. No puede ser, José, decía, como para sí misma.
¡Buscá en el baño!, me pidió. Fui corriendo y abrí las dos puertas espejadas aunque no sabía bien qué era lo que tenía que encontrar.
Volví cuando escuché el ruido de la puerta de calle. El hombre se hundió en el sillón, como un tajo. ¡5 minutos!, gritó.
Mamá se fue para la pieza con Helena todavía tironeando de la pollera. Agarré una de las bolsas y la seguí. Cerrá, me dijo. Después se paró frente al ropero de pino. Corrió cinco o seis perchas a la vez y buscó en el fondo la lata en donde guardaban las cosas importantes. Los dedos presionaron. Se escuchó un tac seco. La tapa redonda cedió. No había papeles, tampoco estaban los míseros ahorros que tenían, ni el anillo de oro de la abuela. Solo encontró la estampita de mi comunión, el diente de leche de Helena y el reflejo de su cara demacrada en el fondo plateado de la lata.
El hombre abrió la puerta y la correntada empujó la cortina contra la mesa de luz. El tul acarició el atado de cigarrillos de papá. Él lo agarró, lo golpeó contra la mano, sacó el encendedor y un cigarrillo. Le apretó la punta, para que supiera a menta y sonó un plip. Después lo prendió. Entonces me acordé de esa mañana temprano. De las cosas que hacía papá antes de irse: el abrazo silencioso por encima de las sábanas. El ruidito al cambiar el sabor del cigarrillo. Y entendí por qué ese día, me había pedido perdón. Sí, después había sonado ese plip, como quien revienta un piojo.