María Bondoni
El garante
Quién es
María
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El auto rojo estacionó a unos metros. No tenía patente, era nuevo. El bar quedaba en la esquina de la inmobiliaria. Luisa estaba sentada con la mochila sobre las piernas. Él bajó del auto, caminó unos metros y entró lugar como animal nervioso, desorientado. La vio, se sentó y la saludó con un beso rápido en la mano. Dejó el maletín encima de la mesa y se pidió un cortado. Lo tomó en silencio. Cuando terminó, se limpió la boca con una mano que luego apoyó sobre su cara y sonrió:
—Yo sabía que este día iba a llegar. Ponete el abrigo que hace frío y acompañame al auto.
Mientras caminaba, Luisa miraba a la gente que pasaba, trataba de concentrarse en sus caras, qué llevaban puesto, de qué hablaban. Pensó en un árbol, en el otoño, en el color de las hojas, en su lenta caída. Apretó la lengua contra los dientes y respiró, no era momento para llorar.
Pedro había sido amigo de la familia durante años. Todas las navidades la pasaba a buscar y la llevaba a Luján para agradecerle a la virgen. Era un paseo que hacían juntos. Él le regalaba una botella de agua bendita y una estampita, ella las coleccionaba.
Luisa entró al auto y se sentó del lado del acompañante. Hacía frío. En otra ocasión, hubiera aprovechado esa película blanca, que se forma cuando el vapor condensado se apoya sobre las ventanas, para dibujar formas con su dedo, pero este no era el caso. Sabía que no debía mover sus manos de donde estaban.
El primer movimiento había sido exacto, rápidamente había colocado sus manos dentro de los bolsillos del vestido que traía puesto y las había dejado así, apretadas bien fuerte contra sus piernas. Sentía cómo le sudaban y las escondía para que él no las viera. Lo miraba fijo. Un nudo le apretaba el estómago. Un yunque le pesaba en el pecho. Se concentraba en un lunar de su frente, intentando no mover la vista de allí. Sabía que no estaba preparada y se refugiaba en pensamientos infantiles mientras lo escuchaba escupir palabras sobre el tablero.
Un recuerdo: ella no tendría más de cinco años y se había lastimado la rodilla haciendo piruetas con su bici sin rueditas. Él ya pasaba los treinta y le ponía alcohol, la soplaba, la miraba y volvía a soplar. Sintió que iba a vomitar. Apretó más fuerte las manos y no parpadeó.
—Mirá, Luisa, yo no puedo firmar el contrato, no así…
—¿Y cómo, entonces? No entiendo.
—Es que ser garante de alguien es algo serio.
—¿Qué pasa, Pedro? Conocés a mi familia hace años.
—¡Ey! ¿Cómo es eso de Pedro, enana? Decime tío, yo soy tu tío.
—Pasaron muchos años, Pedro.
—Justamente, ¿no? No creo que sea prudente ser tu garante.
Luisa bajó la cabeza, sacó una de las manos de sus bolsillos y la apoyó sobre la manija de la puerta. Quedó de espaldas. Escuchó cómo él se movía, cómo su respiración se acercaba, sintió una mano sobre su hombro y giró para quedar de frente, otra vez.
—No, bueno, tampoco te vayas así, lo podemos charlar.
La bici sin rueditas y esa mirada clavada en la suya quince años después.
Los árboles, Luisi, pensá en los árboles. El ruido del mar Luisita, el color del río, el correr del viento. No escuches, Lui, no sientas, no ahora, ahora no, ya pasa. Luisa respiraba con los ojos cerrados.
La inmobiliaria quedaba en el centro de la ciudad. La mujer que le había mostrado el departamento esperaba sentada detrás de un escritorio y sonriente. El olor de su perfume intoxicaba el poco aire que había en esa oficina de dos por dos:
—El garante ya firmó, los papeles están en orden —dijo—. Falta el depósito y te podés mudar.
Luisa puso sobre el escritorio un fajo de dinero.
—Perfecto, necesito entonces que firmes acá, acá y acá —dijo la empleada mientras con una mano apoyaba una pila de papeles sobre la mesa y con la otra arrastraba los billetes hacia el fondo de un cajón.
Luisa agarró una lapicera, vió la firma de Pedro a un costado y firmó un contrato por primera vez.
En la puerta de calle él la estaba esperando:
—Subí al auto, quiero mostrarte algo.
Recorrieron algunas cuadras hasta que llegaron a un edificio en construcción.
—Ahí Luisita— dijo señalando los cimientos— ahí antes había una panadería. Todos los domingos bien temprano nos veníamos con tu viejo acá y desayunábamos café con leche y medialunas. Qué hombre, Luisa, qué hombre fue tu padre, tan honrado. Pero un idealista, la propiedad le parecía… ¿cómo era que decía?
—No sé, Pedro, no tengo idea— el nudo del estómago apretaba —Llevame al departamento, por favor, el flete llega mañana temprano.
El departamento de la calle Junín era un monoambiente, luminoso y con cocina separada. Luisa se imaginaba ahí rodeada de apuntes. Su papá le había dejado dinero suficiente para algunos años, no más de dos, un tocadiscos, miles de libros y el mandato certero de tener que hacer una carrera universitaria. Sociología sería, la facultad quedaba cerca.
—Nos vemos, enana —Luisa escuchó el ruido del motor y corrió hasta el ascensor, subió los siete pisos apretando la llave en su mano, sin sacar la vista del cobre. Abrió la puerta y recorrió con los ojos el espacio vacío. Trató de pensar dónde pondría la mesa, dónde la biblioteca, en qué lugar iría el sillón, pero no se aguantó más. Corrió hasta el baño, se sacó la ropa y se metió en la ducha. El agua caliente sobre la espalda soltó el nudo y Luisa vomitó con la cabeza apoyada sobre los azulejos blancos. Las firmas, la cara de su viejo, el auto rojo, los billetes apilados, el olor a perfume, Luisa veía como todo salía de su cuerpo y se iba con el agua. Vomitó hasta que no quedó nada. Con el pelo todavía mojado caminó hasta el centro del departamento, se sentó con sus rodillas contra el pecho y se quedó contemplando el ínfimo espacio que su cuerpo ocupaba ahí dentro. Cuando tuvo fuerzas, se acercó hasta su mochila y sacó de allí un libro viejo. Arrancó la primer hoja y la dejó en el piso. Se recostó sobre ella, usando el papel de almohada, luego de un rato logró dormirse. En una imprenta mayúscula, ya gastada, leyó...