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Daniel Mondotte

De calefones y paredes

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Viernes, frío, lluvia. Uno de esos días en los que sentía que Buenos Aires me superaba. De alguna manera la ciudad se levantaba contra mí y todo me costaba un poco más. El transporte, la gente, el trabajo. Todo más difícil.

 

     El calefón venía arrastrando problemas hacía rato. Como un futbolista importante cuyo equipo no puede darse el lujo de perderlo, podríamos decir que estaba jugando infiltrado desde unas semanas atrás. Con una dosis variable de ingenio e inconsciencia de nuestra parte, y el aporte esporádico e interesado del encargado del edificio, íbamos tirando y cubríamos más o menos bien la pérdida. 


ES LA CALEFACCIÓN, ANDRÉS. LA PINTURA DE LAS PAREDES ESTÁ RAJÁNDOSE, NI HABLAR DEL CALOR TREMENDO. TENEMOS QUE HACER ALGO.


El mensaje de la Luci, cerca del mediodía, cayó como una bomba. Se veía venir, es cierto. La calefacción central no es un mal sistema; el problema es que las llaves de los radiadores estaban rotas desde que llegamos y no podíamos regularlas. Pleno invierno, calor insoportable, ventanas abiertas y abrigos puestos. Panorama complicado.


     Ahora le sumábamos la cuestión de las paredes, que comenzaban a hervir un rato después de que comenzara a circular el agua por las tuberías. Lo único que era más o menos nuevo era la pintura. Nosotros pintamos cuando llegamos. Y no queríamos volver a pintar cuando nos fuéramos porque faltaba poco.


     La dueña era una suerte de tía lejana del Elián, la tercera pata de esta mesa cuyana. Camila su nombre. En la práctica ancestral de asociar nombres con edades (y formas de ser) algo no funcionaba. Camila parecía joven y agradable. La vieja era otra cosa. Discutidora empedernida de todo. Siempre a la defensiva, pensando que de algún modo estábamos engañándola. Arpía. Mala.


     Los tres llevábamos poco más de dos años juntos. Yo fui el último en llegar a Monserrat. Nacimos en la misma ciudad pero nos conocimos en Buenos Aires. Los tres compartíamos –en distintas cuotas– las razones que nos habían impulsado a salir de Mendoza: estudios, trabajo, deseos de capital.


     La guerra fría había comenzado un año atrás, con los problemas de ese inodoro insufrible. Elián estudiaba Historia en la UBA y decía que nuestra relación con la propietaria era el enfrentamiento entre EE.UU. y la Unión Soviética. Pasamos por etapas en las que el conflicto escalaba, intervalos de distensión y, por supuesto, la búsqueda permanente de vínculos estratégicos con terceros: el encargado era un aliado acérrimo de la dueña; Ana, la vecina de enfrente, toda nuestra.


   Estábamos los tres de acuerdo en que dejar el departamento, con todo lo que entraña una mudanza, ya era traumático en sí mismo. Ese es uno de los dramas de quienes alquilamos: llevamos el lío allí adonde vamos. Podemos cambiar de barrio, dar con un propietario más humano, pero no podemos evitar ser víctimas de ese gran agujero negro que son las expensas, los aumentos, gastar dinero en mantener un espacio que no es nuestro, poner la cara en situaciones que nos exceden, que nos desgastan.


     Era fundamental resolver la crisis del calefón, y de las paredes rajadas, antes de que llegue el momento de hablar del depósito y del estado del departamento. Decidimos ir por todo y llegar adónde nunca antes lo habíamos hecho: invitamos a almorzar a Camila al epicentro del conflicto. No sabíamos bien si era el cansancio que arrastrábamos o, como dirían los amigos porteños, la ingenuidad propia de los que venimos del interior, lo que nos hacía pensar que un tour personalizado por las trincheras podía hacerla entrar en razón.


    Dejamos todo en la cancha para generar el ambiente propicio. Por supuesto, ordenamos y limpiamos. Tengo que reconocer que sufrí en el proceso. Mis compañeros aprovecharon el momento y sacaron afuera muchos de mis tesoros urbanos. Pequeños, medianos y grandes objetos encontrados en la siempre generosa Buenos Aires. Compramos harina y la esparcimos con delicadeza sobre la mesada, para luego apoyar los ñoquis comprados a la vuelta y que pasaran como caseros. Hicimos lo que había que hacer.


Domingo


La vieja no aparecía. La llamábamos y nada. Tratamos de ubicar al hijo sin éxito. Almorzamos los tres preocupados, pensando en que deberíamos ir a su casa para ver si estaba bien. Pero no hizo falta. Llamó un rato después para contarnos lo bien que la había pasado en el aniversario de sus vecinos José y Manuela; el asado que preparó el nieto de los homenajeados fue un espectáculo. Por supuesto, no había tenido tiempo de avisar que no venía.


     Vieja loca. Esto todavía no termina.

Daniel Mondotte

Bio_Aut_Inquiline
Daniel_Mondotte.jpg

Nací en 1989 en San Rafael, al sur de Mendoza. Estudié Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Viajo y escribo cada vez que puedo.

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